Soy otra sobreviviente de suicidio. Hace un año tres meses, mi hermana mayor Isabel Cristina, decidió terminar con su vida. Tenía 33 años, se tomó 48 pastillas, y a veces aún salta la duda de si quiso hacerlo o se le fue la mano. Uno quiere creer que se le fue la mano, porque sería más fácil enfrentarse a uno mismo, sería un error, una fatalidad que no estaba contemplada, algo que no debió pasar, y no una decisión, consciente inconsciente que finalmente termina por matar también a aquellos que quedamos vivos. Mi hermana me llamó el 25 de abril de 2010 para que fuera a ver a sus hijos: uno de 10 años y el otro de sólo 9 meses. No la encontré muerta, murió la madrugada del martes 27 de abril, después de un paro cardio respiratorio. Cuando respondí el celular, no me imaginé nunca lo que había hecho, escuché su voz casi apagada: “ven a ver a los guaguas que estoy vomitando”. Y fui, sin saber lo que se venía. Cuando llegué y giré las llaves para abrir la puerta de su casa, un hielo profundo, matizado de angustia se internó en mí y corrí escaleras arriba, aún sin comprender lo que estaba pasando. La encontré en el pasillo tosiendo, intentando vomitar, con un color pálido verdoso. Le pregunté qué comió, qué le hizo tanto daño y me miraba sin responder, sin decir nada. Segundos después, mi sobrino mayor, me hizo notar “las tiras de pastillas sobre la cama”. Corrí y corrí, intentando salvarla, segura de que lo peor no podía suceder. Pero pasó, salió caminando a mi lado, hacia la calle en busca de un taxi para llegar al hospital, nos cruzamos la ciudad entera, ella tosía y tosía, el edema pulmonar, causa de su muerte, fue inmediato. No le pregunté nada, no tuve tiempo, solo intenté salvarla. La dejé en emergencias y nunca más volví a conversar con ella.
Y mi deseo de que fuera un error fatal no calza; cada vez me doy más cuenta de que fue capaz de tomarse las pastillas con el bebé sobre la cama. Qué importaba ya nada, la vida no importaba. Busqué todas las explicaciones del caso, intenté, leí, cavilé, me pregunté en sueños, me pregunté y me pregunté, y me pregunté, sin obtener ninguna respuesta, mientras la vida se me despedazaba y la soledad más profunda y dolorosa se hacía presente, eliminando cada respiro.
Recuerdo las palabras de mi padre hacia mi madre, 18 años antes, cuando ella lo intentó tres veces: “Te das cuenta lo que sería para todos nosotros que la Isabel Cristina se mate”. Pues ese día llegó, llegó para quedarse el resto de nuestras vidas. Vidas despedazadas y lejanas unas de otras, lastimadas, demasiado heridas para poder compartir dolor.
Tras un año, de vergüenza y culpa, de casi no poder pronunciar la palabra “Suicidio”, de sobrevivir, siento que subí el primer peldaño para vivir. Y eso no significa que el profundo vacío de su decisión, de su ausencia, no me embargue, pero hoy, como un manto de comprensión hacia una vida más plena, quizás el inicio de un largo camino, en que aprenderé a respetar su decisión.
Mi hermana me enseñó cómo se borra la frontera entre la vida y la muerte, me enseñó, que lo único definitivo en mi vida, será su ausencia total y certera, me enseñó a amar a sus hijos, más allá de que sean mis sobrinos. De alguna manera, lanzó a mi ser a una profunda soledad, donde caben solo estas heridas, tan propias, tan difíciles de transmitir, que sé, que solo aquellos que han pasado por algo similar, alcanzarán a acariciar mi alma, sin resquebrajar las cicatrices. Me constató que no tengo familia y que mi caminar será solitario, pausado, pues cada quien decidió alejarse uno de otro para lidiarse, en medio de la tormenta. Después de un año tan intenso y doloroso, hoy miro con lejanía lo sucedido, pues lo único cierto de esta tragedia es que me obligó a ser otra persona, a reconstruirme, a reencontrarme, a buscarme en cada lugar donde la sangre corría. Lo estoy logrando, un paso a la vez, un día a la vez. El duelo no ha terminado, porque con su partida murieron muchas cosas. Pero hoy desde este nuevo estar, desde esta consciencia, donde lo superficial no cabe, donde el mundo parece trivial y absurdo, absolutamente “estúpido”, quiero compartir con quienes necesiten mi experiencia de vida.
Creo que mi más importante compañera en este doloroso camino fue Jackie, en ella me apoyé, caminé, respiré, y lloré cada momento que fue necesario. Hoy lo sigo haciendo, las dos más grandes, más edificadas, más humanas. Al final, el suicidio y la muerte solo nos hacen conscientes de lo corto que es el tiempo, de nuestra mortalidad, de que lo único certero es ese adiós definitivo. Aún me pregunto ¿Por qué yo estoy viva y ella no? Porque yo elegí vivir, y aunque muchas veces las piernas se me doblan cuando intento caminar y me pierdo en medio de la nostalgia y el vacío, estoy dando un paso adelante, cada día, cada minuto, cada segundo. Sé que mi ñaña, como la llamaba, hermana en quechua, se fue buscando algo que acá no encontró. Y estoy segura que ya lo hizo.
(Ana María, 33 años, Ecuador)